jueves, 28 de junio de 2012

APOLOGÍA DE LAS DROGAS (TRISTE Y ABSURDA REFLEXIÓN PERO AQUÍ LA PONGO)


MARY GONZALES


Hay razones más que suficientes para drogarse, y quien quiera estar drogado puede dejar de atormentarse, porque lo que hace no sólo no está mal, sino que está bien. El drogadicto es inocente. La droga no es mala. La droga es mala, sólo si la calidad de la misma es mala; si la droga es de buena calidad, entonces la droga es buena. Porque la droga —cualquiera que ésta sea— es una sustancia que no tiene valores propios. No es ni guapa ni fea, ni simpática o antipática, ni tonta o inteligente. La droga es mucha o poca, dura o blanda, cara o barata... Ni más, ni menos.
Hay un tipo de droga para la evasión, otra para la invasión, otra para la diversión, otra para la creación y otra para la destrucción. Quien quiera evadirse, multiplicarse, divertirse o matarse, sólo deberá recurrir a la droga más indicada para cada caso. Como se ha hecho siempre, desde la Edad de Piedra hasta este preciso instante.
Puestos a imaginar, la droga del futuro, la droga perfecta, sería aquélla que fuese la más potente, además de la más inofensiva. Pero los científicos están demasiado ocupados desarrollando algo que sustituya a la metadona, la cual sustituye a la heroína, que sustituye a la morfina y que, a su vez, sustituye al opio.
Millones de personas en todo el mundo se divierten con estupefacientes, pero no porque no sepan divertirse sin ellos, sino porque el tipo exacto de diversión que persiguen sólo se la proporciona la droga. Diversión del viaje, de la hiper-velocidad, del mareo, del vómito, de la ensoñación, del baile, de la ataraxia, de la anulación, del tiempo perdido, de la risa compulsiva, del sexo drogado...
Los jóvenes adoran las drogas. Esa gran desgracia que es ser joven se suaviza en gran medida gracias al hachís o la marihuana, las anfetaminas, la cocaína, el L.S.D., la mescalina, el éxtasis, la heroína, etcétera... Los jóvenes y las drogas han nacido los unos para los otros; están condenados a entenderse, aunque sea a palos.
El que el consumo de drogas esté prohibido es una cuestión que no merece mayor consideración, porque a los jóvenes les da igual que éstas sean o no legales, ya que hay una edad en la que uno no decide sus actos en función de la conveniencia o las consecuencias que éstos puedan tener. Cualquier movimiento se articula únicamente en relación al deseo: como por ejemplo el deseo de tomar drogas, sólo equiparable en intensidad al deseo sexual. Es el ser humano el único animal que descuida el instinto de supervivencia, y de este descuido es de donde nace el deseo.
El verdadero problema es básicamente económico. Porque la gente joven, salvo excepciones, no tiene dinero. Así que proponemos dos soluciones: una es que se les dé a los jóvenes el dinero suficiente para que compren drogas; la segunda —y más interesante— es que las drogas, todas ellas... sean gratis.
Drogas a disposición de todo aquél que lo desee, sin distinción de razas, edad, sexo o clase social. Cualquier droga, en cualquier cantidad, en cualquier momento, en cualquier lugar... Porque el caso es que éstas, o bien son destruidas sistemáticamente, o bien están en poder de mafias del narcotráfico. Habría que rescatarlas de esos poderes oscuros y monopolizadores que disponen de ellas en beneficio propio. Democratizarlas, no demonizarlas.
Y es que estigmatizar las drogas sólo sirve para hacerlas más atractivas a ojos del sector de población que no circula por los caminos trillados que nos aseguran desde que nacemos que son «los únicos caminos transitables». Desde luego, no sólo no son los únicos caminos posibles, sino que precisamente son aquéllos que conducen a los lugares a los que bajo ninguna circunstancia queremos llegar.
Toda la manipulación de la información sobre drogas tiene como único son el desinformar a la población acerca de algo que sin duda amenaza los pilares sobre los que se asienta esta sociedad: el sentido común, la responsabilidad, el trabajo, la familia, la autoridad, la obediencia... Drogándonos, decidimos actuar individualmente, aunque sea de una manera radical, absurda, irresponsable, fatal o desquiciada. Y hablando como lo estamos haciendo, desinformamos a los desinformados. Quién sabe si no será la confusión el único lenguaje con el que podremos comunicarnos de ahora en adelante...
El problema de las drogas —al menos en sus términos actuales, es decir, oficiales— no existe como tal. Es un invento mediático, como muchos otros: pura propaganda populista. Los amigos muertos, los adictos en fase terminal, las familias destrozadas, los cuerpos demacrados, los trabajos perdidos y las fortunas esquilmadas, no justifican —a pesar de su extremo dramatismo— esta paranoia universal e inquisitorial. El problema de las drogas es en realidad el problema de la sociedad; algo más bien relacionado con la educación, la mala educación... la absoluta ausencia de educación sobre los temas importantes que realmente atañen al individuo. Y en medio de toda esta farsa filantrópica, aparentemente piadosa —dirigida por profesionales del espectáculo disfrazados de educadores, guardianes de la moral...—, las drogas destacan como máximo ejemplo de información contaminada, sesgada, malintencionada.
Cuando éstas deberían formar parte del proyecto educativo contemporáneo; convertirse en una especie de asignatura optativa sin exámenes. Entretanto, el drogadicto es alguien que se auto-educa, un auto-didacta: y una de las primeras cosas que aprende es a llevar la contraria.
Entre tanto tira y afloja, los prohibicionistas sugieren el deporte como alternativa a las drogas, y más exactamente el deporte de competición. Hay un interés en que lleguemos a la meta y, a ser posible, los primeros. Por supuesto, el típico heroinómano que ha ralentizado voluntariamente sus movimientos, y que se puede quedar dos o tres interminables horas muy a gusto contemplando el suelo que pisa —un charco de barro plagado de jeringuillas y restos de papel de plata, en la imaginería popular—, es el perfecto antagonista de esos chicos bronceados, robustos y sonrientes, que hacen flexiones en la televisión o que recorren cien kilómetros en una bicicleta. Y esto para ganar alguna de esas ridículas medallas que no sirven absolutamente para nada.
En relación a las drogas lo obvio desaparece, el sentido común se desintegra y lo razonable brilla por su ausencia. Los unos y los otros actúan visceralmente, a ciegas. Algo tan sencillo y legítimo como el que todas ellas sean legalizadas y distribuidas libremente se considera la mayor de las aberraciones contemporáneas. Es un tema del que aquéllos que tienen en sus manos el poder de cambiar el estado de las cosas prefieren no hablar. Políticamente no negociable...
Cuando el caso es que cada drogadicto es un mundo y, por lo tanto, cualquier posible solución exige el que se tome en cuenta esta premisa fundamental: los derechos naturales de los individuos, pervertidos y pisoteados por una opinión pública fundamentalista, convencida de estar en posesión de la verdad, y dirigida por cuatro o cinco impresentables —es un decir, en realidad son muchos más— obsesionados con imponer el aburrimiento de vivir como norma general.
A partir de este panorama tan desolador sólo cabe actuar racionalmente. Los prohibicionistas y los narcotraficantes no van a cambiar su manera de pensar. Ha de ser entonces el drogadicto el que cambie la suya, para, por lo menos, no seguir pensando todos lo mismo. Ante la epidemia global de unanimidad que caracteriza el estado de las cosas, en lo que a drogas se refiere, ha de mantener viva la polémica —aunque, eso sí, teniendo buen cuidado de evitar el linchamiento.
Porque hay razones más que suficientes para drogarse. ¡Y que cada uno haga con su cuerpo y con su mente y con su vida y con su tiempo lo que quiera! A no ser que no seamos dueños de nuestro cuerpo, ni de nuestra mente, ni de nuestra vida, ni de nuestro tiempo...
Pero, de ser así, ésa sería precisamente la mejor de las razones para estar drogado: veinticuatro horas al día, trescientos sesenta y cinco días al año.

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