JUEVES, 24 DE ENERO DE 2013
Dame la mano y no mires atrás
La codependencia no tiene nombre ni apellidos. No entiende de sexos, ni de razas, ni de lenguas, ni de religiones. No respeta rangos ni clases sociales… no sabe de política ni de ciencia. La codependencia sólo es amarga. Tiene el color de la bruma espesa. Entra sin llamar, en silencio… y se queda sin ser invitada. No la puedes tocar ni oír. Es como dicen de la muerte… apenas te da tiempo de presentirla, cuando ya la tienes encima. Entonces… dejas de vivir.
Es mala compañera y mala consejera pero, aunque no quieras, ¡te engancha tanto…!
¡CUIDADO!: la codependencia puede convertirse en una forma de vida… no olvides que es una forma de adicción… es destructiva, obsesiva y compulsiva. Negadora de la evidencia, controladora, manipuladora, y atenta contra la salud física y psíquica propia y ajena.
Y uno se acaba preguntando: pero ¿y esto… desde cuándo?.
Hoy, mirando atrás, veo muchas de esas conductas adictivas en mi pasado que de haberlas reconocido, me habrían anunciado lo que hubiera querido evitar. Llámalo excusa, pero si entonces hubiera podido ponerle un nombre a lo que no era normal sino para mi…
Pero la ignorancia sobre el hecho de que esas conductas enfermizas se tornan codependencia ha sido hasta hace poco, una tremenda lacra. Qué gran verdad es que lo que no tiene nombre no existe.
Siempre he sido muy perfeccionista, muy exigente conmigo misma. Cuando las cosas no me salían como esperaba, calmaba mi ansiedad una y otra vez en la nevera. Siempre he fantaseado con algunos vínculos, especialmente con el amor… demasiado platónico o demasiado carnal… en todo caso, demasiada idealización… ni era ni podía ser real. Después, a golpe de adrenalina me aventuré a grandes emociones. Esto me costó un matrimonio. Que si noches enteras sin dormir – el sueño… ¡qué pérdida de tiempo!-, que si lectura tras lectura -3, 4, 5 libros a la semana-. Incansable - Inagotable… eso parecía al menos. Que si luego me dio por un largo período de intensa actividad física: horas de gimnasio, maratones, intensas marchas kilométricas campo a través… Luego vino el trabajo… y por supuesto… enganche al amar demasiado, y con ello: parejas abusivas, parejas adictas al alcohol, al sexo, al juego… qué más dio… también era adrenalina. Pero todo eso, absolutamente todo, fue tan difícil de abandonar, tan traumático, tan desgarrador… Me costó lágrimas y lágrimas, pensamientos convulsos, autoflagelación… ¡Madre mía!.
Un día, en una conversación que hoy supongo agotadora para mi oyente –cuánta gratitud le debo-, me puso al día de que todos mis capítulos de adicción a lo largo de mi vida, se habían tornado en codependencia en lo que a las relaciones se refería.
Control – obsesión – destrucción. Una y otra vez: Control – obsesión – destrucción.
Y luego…
Necesidad de aprobación – todolopuedo – reconocimiento, por favor.
¿Qué es esto?: miedo – baja autoestima – intolerancia a la frustración – inseguridad – impotencia –
Ahí estás. Atrapado. Pensamientos y emociones campan a sus anchas sin dirección, sin censura… y tu crees que tu sustancia – llámalo trabajo, comida, compras, vínculos, drogas, alcohol …- es una forma de aliviar, un momento de evasión… Has entrado en su juego. Como un adicto… ahí está tu sustancia. Hoy tal vez consigues el objetivo, pero cuanto más repites de tu sustancia, lo que ayer te sirvió para olvidarte, para alejarte…, más frustración te causa hoy.
Te paralizas. Sufres el bloqueo. No puedes tomar consciencia de lo que eres, de quien eres, de quien eras, de si podrás volver a ser. Has perdido todo contacto contigo mismo. Eso duele.
Y entonces viene lo que no queremos oír porque en ese momento se te torna fracaso, el fracaso de tu vida: el reconocimiento de que necesitas ayuda… de que sólo, no puedes.
Fracaso frente a cobardía frente a la única posibilidad de caminar hacia la recuperación: la ayuda.
Mi primera ayuda se llamaba Ana. No fue una ayuda de las del salvar estilo codependiente, sino ayuda de quien sabe lo que vienes arrastrando y que sólo hay dos caminos: quedarte o salir. La ayuda de quien te da la voz de emergencia… la ayuda de quien te pone las primeras herramientas sobre la mesa con la sensibilidad de quien sabe exactamente las herramientas que debe poner… de quien te habla sabiendo qué hilos debe y puede tocar para que te salten todas las alarmas… y luego te deja tomar tu decisión. Y luego, se retira exactamente donde debe hacerlo.
Mi ayuda, firme, valiente, directa, amiga… me enseñó que otra forma de vivir era posible si me ponía manos a la obra, si ponía mi empeño en emplear esa energía perdida en controlar lo que quiera quien quiera que fuera que a mi parecer necesitaba control, sobre mi misma para salir adelante, reconocer la enfermedad, recuperarme y construir una nueva manera de gestionar mis emociones enfermas.
Mi primera ayuda, la más importante de todas, abrió la primera puerta, la que me invitaba a salir de ese mundo anestesiado para salvar mi vida.
Luego vino un duelo… porque hay que hacer un duelo por la muerte que abandonas. Fue duro porque esa muerte que dejaba atrás, era la única forma de vivir que conocí durante mucho tiempo.
Y luego, viene un largo, un muy largo viaje hacia una vida nueva y limpia. Un viaje intenso pero sin emociones vehementes; dejando atrás la rabia, la ira, el dolor, el rencor, la irritación, el delirio, la indignación, el despecho, el resentimiento… un mar de emociones destructivas para aprender a construir una nueva manera de querer, una nueva manera de afrontar el desengaño, las pérdidas, la frustración… mirando cara a cara a los errores, a los obstáculos, a los miedos y resolviendo día a día la vida, disfrutando de ella como un precioso regalo que no quiero dejar pasar. Mirándola fijamente pero sin desafío, sólo para no perderme nada de todo lo bello que me regala.
Lector. Lectora: interpreta mis palabras como la mano que te quiero tender. No te pierdas la vida. Busca la ayuda y dásela a tu necesidad que te la pide a gritos cada día.
Lola
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