Oihana Iturbide
Opté por la biología para especializarme en neuro. Hice dos exámenes de ingreso en Navarra: el primero dirigido a alumnos mayores de 25 y el segundo para entrar en los estudios elegidos. Llevaba tres años sin tomar y, aunque había adquirido algo de seguridad respecto a la relación con los demás, sentarme en un aula, con personas desconocidas y un examen delante, me hacía sentir como en mi primer día de clase en la escuela nueva a la que me cambiaron mis padres con seis años.
No podía eliminar de mi pensamiento la idea de que la vitalidad de mis neuronas estaba completamente mermada por culpa de la necrosis que sufrieron durante los más de quince años de consumo.
Durante mi ingreso en desintoxicación nos pusieron muchos documentales sobre las consecuencias fisiológicas del abuso de las drogas y yo imaginaba mi cerebro como una esponja llena de agujeros o, como dice mi terapeuta, como un pequeño colador.
Una de las cosas que más nos repetían y más me costó entender en las terapias, es que nuestros pensamientos nos engañaban. No importa si os piden comida, sexo o amor -nos decían los terapeutas- todo es mentira: la tristeza, el dolor, la rabia, el enfado… nada es real. No podéis fiaros de ellos porque detrás de cada uno están vuestras ganas de consumir: un gran banquete de marisco os pedirá una raya de postre, una noche apasionada requerirá de un “buen” vino previo, la terrible melancolía y tristeza en la que os abandonáis al llegar por dejar múltiples cadáveres tras vosotros, os empujan a buscar la evasión como sea, la opción siempre será la droga.
Y el amor, en aquel contexto era el sentimiento más peligroso de todos. Siendo en la salud, y en cualquier otra enfermedad, el único que mueve a las personas en la dirección adecuada es, en el adicto en recuperación, el que elabora las ideas más sofisticadas para llevarnos al foso que sigue a una recaída. La soledad del enfermo y nuestra falta de autoestima, nos llevan a enamorarnos de cualquier persona o circunstancia generando una dependencia sustitutoria que en el momento que desaparece nos lleva ipso facto, una vez más, al consumo.
La única vía para despistar esta dinámica que la enfermedad utiliza en la creación de nuestros pensamientos, es poniéndolos a todos y cada uno de ellos en cuarentena.
Cuando yo lo conseguí, la recuperación empezó a surtir efecto. Todo se hizo más fácil, mecanicé mi conducta y cuando aparecían las arlequinadas ideas, contaba de tres mil hacia atrás o me concentraba en deletrear palabras hasta que mi cabeza volvía a quedar en modo pausa. Me convertí en algo parecido a un robot.
Sin embargo, el problema apareció cuando me dijeron que ya podía volver a hacerme caso porque pensaba bien. Mis ideas y sentimientos llevaban un año y medio de vacaciones y les costó incorporarse, entonces tuve que decidir demasiadas cosas: ¿quería volver a vestirme de negro o haría resucitar a mi personaje? ¿me gustaba el jamón serrano o en realidad me evocaba el vino tinto? ¿podía darle gas al coche o aumentaría mi adrenalina y necesitaría después una raya? ¿quería estudiar de verdad o buscaba el reconocimiento de los demás, el subidón?
Mientras leía el examen, todas estas preguntas volvían locas a mis pobres y escasas neuronas. Miré a los lados para ver al resto de “concursantes” y descubrí que, en realidad, no era tan distinta a ellos. Quizá nuestras excusas sí eran distintas, pero todos estábamos igualmente asustados.
El día 1 del próximo mes empiezo el tercer curso.
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